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jueves, 25 de octubre de 2012

Breve Historia del Sr. Montaña o Sobre las obsesiones de Arístides Green.

Breve historia del Sr. Montaña. Una de las Obsesiones de Arístides Green.


    Melan, el Alcohólico, le contó a Arístides Green la historia del anterior inquilino. Una historia sin par, de un hombre que fue un gigante y se volvió pequeño por culpa del amor, o de la muerte, o más bien, por culpa de ambas cosas. Melan le llamaba el Sr. Montaña porque decía que nació en el valle de los desamparados, había hecho cima en los riscos del valor y ahora esperaba el descanso eterno en el valle de los desesperados. Por lo visto, la madre del Sr. Montaña, al quedar preñada de él, huyó de casa por miedo a su violento marido. Pero la luz quiso darle antes de tiempo y el hijo nació en un sucio motel. El primer aliento del niño fue el último de su madre, que se lo entregó para vivir pues ya nada más le quedaba en el mundo. Cuando encontraron al niño, lo llevaron al hospital. Allí, las autoridades se encargaron de llamar al padre para que se hiciera cargo. El padre, que no le quiso antes y no le quiso después, por alguna razón misteriosa, decidió quedárselo. 


    De malas y violentas formas le educó, pero el chico, un día, siendo ya un chaval, harto de su padre, de su ebrio aliento y de sus palizas, cuando sus compañeros estaban en la escuela y su padre en la taberna, le robó la bicicleta a un amigo y pedaleó. Pedaleó y pedaleó hasta que su casa tenebrosa y su padre asqueroso se hicieron pequeños. Y pedaleó durante años, hasta que, siendo ya un joven trotamundos, se enamoró perdidamente de una mujer mayor que él. Esta víbora jugó con su corazón, apretándolo y soltando a su antojo hasta que se cansó de jugar y le echó de su vida. El Sr. Montaña, destrozado, se fue directo a descalabrarse por un acantilado, pero justo cuando lo iba a hacer, observando la roca donde estrellaría su destino, vio el pequeño cuerpo de una niña luchando, ya desfallecida, para que las olas no la engulleran. No pudo evitarlo y saltó, pero al agua y para salvar a la niña, a la que las fuerzas ya le habían abandonado. Medio muerta la sacó del mar, ató sus muñecas, se la colgó al cuello y así escaló el acantilado. Después, ya teniéndola en brazos, corrió durante horas hasta llegar al pueblo más cercano. En ese momento comenzaba el Sr. Montaña a llegar a los riscos del valor.
    El Doctor del pueblo conocía a la niña e hizo llamar con urgencia a su madre, que con su propia triste historia cargaba y que la muerte de su hija la hubiera llevado al mismo acantilado. 

    El Sr. Montaña había ido a matarse él y quiso el caprichoso destino que se fuera vivo de allí y salvando dos vidas. La madre de la niña, dueña de una pequeña pensión, sabiendo que el Sr. Montaña no tenía ni hogar ni camino, le suplicó para que aceptara su humilde agradecimiento y viviera con ellas un tiempo. El Sr. Montaña aceptó y lo que la desgracia había unido, lo fortaleció el amor. Aunque después lo separó una guerra. 

    Cuando ya parecía que la vida le daba una tregua al Sr. Montaña, hombres ambiciosos decidieron enfrentar a una nación y tuvo que partir reclutado para la guerra. El desierto y las trincheras fueron su hogar durante años. Las balas se llevaron a muchos de sus compañeros, pero al Sr. Montaña le esquivaron cuando iban a su pecho, y atinaron cuando salían de su fusil. Se convirtió en un héroe salvando vidas, pero también quitándolas, por tal razón jamás aceptó una medalla ni una palmada en la espalda. Los sueños de humo y fuego perturbaron la paz de su espíritu, por eso, al terminar la guerra y regresar junto a su mujer y su hijastra, pasó una mala época y se labró malas amistades que le llevaron por caminos peligrosos. Cometió algún delito, nada realmente grave, por eso y por la admiración que antes y durante la guerra se labró en el pueblo, se le perdonaron. Pero el Sr. Montaña decidió también vencer a esas amistades y, haciendo las maletas, los tres se marcharon a la capital. El Sr. Montaña, gracias a su experiencia militar, su grado y sus credenciales, se hizo con un puesto en la policía. Allí, con su mujer y su adorada hijastra, comenzaron a sonreír más a menudo. La felicidad máxima les llegó cuando, al poco de instalarse en su nueva vida, una semilla germinó en su esposa y, a los acostumbrados meses, floreció la más bella criatura que jamás soñó: Su propia hija. Aquello le devolvió las ganas de vivir y las ganas de hacer un mundo mejor, por eso comenzó de nuevo a escalar los riscos del valor. Luchó contra los criminales, encerró a mafiosos, detuvo a asesinos y maltratadores. Y durante algo más de quince años, el Sr. Montaña sonreía a sus hijas por las tardes, sonreía por las noches con su mujer, y sonreía por las mañanas enfrentándose a la maldad de las calles. Fue reconocido, valorado y condecorado, pero… Las envidias y los odios también son medallas que se cuelgan los héroes. 

    Así ocurrió que, una vil tarde, en vez de sonreír con sus hijas, lloró con el pecho partido. Al abrir la puerta de su casa, una alfombra roja tejida con sangre le llevó hasta el salón. Allí, en el suelo, tirada de cualquier forma, encontró a su mujer tintada con la violencia de los secuaces de aquellos que él mismo venció en las calles. La habían rajado. La habían roto. La había quebrado. La habían matado. Y entonces, cuando el corazón ya estaba a punto de largarse de nuevo al acantilado, escuchó un ruido en el baño. No quiso pensarlo, no quiso verlo, no quiso imaginarlo, pero una fina capa de agua salía por debajo de la puerta del baño y el terrible sonido de un grifo abierto le taladró las esperanzas. Cuando alargó la mano hacia el picaporte, el agua que escapaba comenzó a teñirse de rojo. Empujó la puerta… y allí la encontró. Su niña, niña de su sangre que dejaba escapar su vida y diluía su espíritu en un baño templado de muerte e infortunio. El Sr. Montaña corrió hacia ella y trató de arrebatarle a la muerte su tan injusta captura. 
    Jamás supo la verdad. Aquella imagen le oscureció su espíritu, pero la duda le torturó sin misericordia el resto de sus días. ¿Tanto fue el dolor de la niña, tanto su trastorno al contemplar a su madre que se sesgó las muñecas para ir tras ella? ¿O fueron los secuaces que, queriendo torturas su alma, la hundieron allí mismo y la rajaron? Nunca se supo. 

    El Sr. Montaña, vendando con sus lágrimas las muñecas de su hija, la alzó en volandas y corrió. Corrió más que cuando capturaba a criminales. Corrió más que cuando las balas en la guerra le buscaban. Corrió más que cuando a su hijastra salvó. Fue más fuerte que cuando trepó el acantilado. Fue más rápido que cuando huyó de su asqueroso padre. Pero no bastó. Él, que había salvado mil vidas y mil familias que no conocía, héroe en una guerra, héroe en las calles, no pudo salvar a su propia hija. Con el corazón desmenuzado y su espíritu ya ido, cayó nada más cruzar las puertas del hospital. La palidez de su hija, su cuerpo ensangrentado, la mirada del doctor… Su niña, al igual que su madre, se había marchado. Lloró y gritó mientras trataban de consolarle. Como un búfalo se levantó y comenzó a estrellarse contra las paredes. Rompió con su cabeza las paredes. Machacó su alma contra las paredes. Soñó e imaginó y deseó que su madre se hubiera quedado aquél primer aliento que él heredó, que su padre se hubiera llevado a palazos su infancia, que la niña de la playa no hubiera estado allí, que una bala le hubiera encontrado al saltar de una trinchera, que un asesino acertara con su cuchillo a traición… El Sr. Montaña no se mató contra las paredes porque alguien se empeñó en obligarle a vivir. Su hijastra, que le amaba con locura, llegó a tiempo y, con el alma también rota, le rogó que no la dejara sola en ese mundo. Y el Sr. Montaña hizo cumbre en los riscos del valor. Aceptó seguir viviendo, de nuevo renegó de matarse, porque su amada hijastra, aquella dulce niña a merced de las olas de la vida, así lo necesitaba. Pero desde allí, sin remisión, comenzó a descender hasta el valle de los desesperados. 

    Era imposible sobrevivir a su destino, destino que se reía de la suerte, que se aliaba con el infortunio, que meneaba su cabeza y murmuraba algo sobre la paciencia de algunos hombres. Pero el Sr. Montaña ya aceptaba su derrota. Pocos días después entró en una licorería, compró un cartón de vino y jamás lo volvió a dejar. 
    
    Desde el Barrio de Los Locos entró en el callejón. Vagó por él varios días y se hospedó en su mismo apartamento durante un tiempo, hasta que comprendió que allí escondido, la muerte tardaría demasiado en encontrarle, así que dejó el apartamento y fue a sentarse en la salida sur del callejón, cerca del Barrio de Los Locos. Pues si había un sitio por donde pasaba a menudo la muerte, era por allí. Cumpliría la palabra que le dio a su hijastra, pues otra cosa no, pero hombre de palabra sí que era. No, no se mataría, por eso abandonó y por eso no regresó el Barrio de Los Locos. Pero tenía claro que no quería vivir y no viviría, por eso se sentó allí, en el umbral de la vida y la muerte del espíritu, así, si la muerte pasaba cerca, igual se apiadaba de él y se lo llevaba.


- Perteneciente a "Los Papeles Fugitivos de Arístides Green"-

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