Aquí estamos. Tú y yo otra vez. Frente a frente. Parpadeas y
siento tu impaciencia. Tu tez blanca, fría, me reta a retomar lo que dejamos en
aquella madrugada de verano. Mis dedos acariciándote, susurrando palabras en el
silencio que sólo rompía el ventilador. Y aun así… sudando. Ahora tengo miedo.
Tengo miedo a no saber repetir nuestra historia del loft vacío donde rompí la
botella de whisky, donde me clavé tu recuerdo. O cuando jugábamos con nuestras sombras. O los besos que soñábamos en el tren que no cogimos. Nuestras cartas…
Maldita sea, te echaba de menos, y ahora me siento un
adolescente que no sabe qué decirte, que no sabe si atropellarse o besarte o
hablarte… Y tú no me ayudas. Sigues muda, siempre muda. Ni luna, ni sirenas ni
mujeres etéreas. No, no existen las musas, joder, no es más que otra excusa
para los que no tienen uñas con las que rasgarse las entrañas, porque al fin y
al cabo, a eso se reduce todo, a tener el valor de arrancarse la costra que nos
hace mediocres. A desnudarse frente a ti y temblar de miedo, de vergüenza, de
nervios. A querer ser un adolescente inexperto que pretende hacerle el amor a
una diosa. ¡Osado! Y si no hay caricias, hay floretes, estocadas y sangre. Lo
que sea que te arrebate aquellos sentimientos que son míos y que tú, fría e
insensible, retienes y me ocultas en cada parpadeo.
Te acaricio y apenas reaccionas. Puede que ya no me
recuerdes, pero yo no te olvidé. Soy incapaz de olvidar tu piel. Incapaz de quitarme
de la cabeza tus susurros de placer cuando te dejas hacer; o lo que siento yo
cuando, tras mil palabras, te rindes y acomodas entre la sangre que camina
entre mis dedos y mi corazón.
Pero hoy me reprochas mi abandono y yo agacho la cabeza
porque nada tengo que decir. Nada por ahora, hasta que recuerdo que así empezó
todo este largo silencio, en una noche cualquiera donde mi pereza venció a mi
convicción. Donde el sudor me atemorizó. Cuando bebí de la botella en vez de
estrellarla contra la pared. Cuando decidí, sin darme cuenta, que mejor ser un
mediocre que duerme por las noches que un muerto de sueño que alcanza su victoria
cada madrugada. Sí, maldita sea, toda esta estéril historia de silencio comenzó
en el momento en que confundí un verbo: Ser por Estar. Porque no te engañes,
blanca dama, elige caricias o florete, pero ten claro una cosa: no ESTOY escribiendo, yo SOY Escritor. El
que escribe se rinde. El Escritor… ni puede ni quiere. Y por eso mis dedos ya
vuelan sobre tu piel, porque alcancé las palabras que te hacen doblegarte y
gemir de placer, porque puede que no decida mi destino, pero sí decido el tuyo.
Y ahora que ya lo entiendes, insúflame aquél aliento imperecedero y no me dejes
abandonarte ni una noche más. Libérame del parpadeo aburrido y te contaré cosas
que nadie te contará jamás.
Sí, querida amiga, toda estéril historia de silencio acaba en
el momento en que cada uno se reconoce y se confiesa: Aquí yo, un escritor.
Allí tú, mi página en blanco.
Y así debe ser, por lo menos, cada madrugada.
GUAU!!!
ResponderEliminarTe deseo unas productivas madrugadas, escritor. Me ha encantado.