Esta es la Historia de Pluma y Lápiz, de dos sueños encontrados, de la Reina del Bosque y de la barca azul y blanca que surcaba…
EL MAR DONDE BAILAN LOS ÁRBOLES
I. Un sueño perezoso al despertar.
Pluma era tímido y soñador. Criado en la ausencia de un padre sepultado por un pico, una pala y una montaña tragahombres. Su madre enterró su alegría junto a su esposo y respiraba tristeza cada noche rondando la tumba de su dicha. Fue la soledad, en definitiva, quien crió a Pluma; le engulló desde temprano y le insufló melancolía, sueños y silencio. Quizás me recuerde a alguien…
Pluma no conocía el mar.
Lápiz era alegre y divertido. Nacido en el amor y en la familia, pero siempre con el corazón ahogado por querer ser mejor y no defraudar a un destino que le parecía impuesto. Su risa era la explosión de un corazón que necesita ser zarandeado y llenado con la paz que no habitaba su espíritu necesitado de contagiar su amor. Quizás me recuerde a alguien…
Lápiz no conocía el mar.
–¿Habrá árboles en el mar? –preguntó Lápiz una mística y suave tarde de primavera.
–No seas tonto, Lápiz. ¡Claro que no! –respondió medio sonriente Pluma.
–¡Anda! ¿Y tú qué sabes? –objetó Lápiz señalándole con lo poco que quedaba de su lapicero.
–Déjalo, sabes que no existen árboles en el mar.
Y Lápiz lo sabía. Era una excusa más. Llevaban un tiempo donde sus charlas siempre se mecían bajo el vaivén lejano y submarino del mar. Como un recuerdo distante que no consigues o no quieres mencionar pero que siempre está presente. Todo empezó en la clase de geografía, cuando Don Salustiano les enseñó la cantidad de océanos, mares y lagos que había en el mundo y, sobretodo, cuando les explicó que dos terceras partes de la tierra eran mares y océanos; con olas, peces y todo eso. La cantidad más grande de agua que Pluma y Lápiz vieran jamás fue aquella vez que llovió tanto que se formó un gran embalse en uno de los trigales de detrás del pueblo. A parte de eso, en los demás veranos se debían conformar con la alberca de Don Antonio.
Pero el mar siempre está aunque no se vea. Se siente su brisa y su salitre aunque no sepas lo que es una playa o un simple barco. Y más ellos que, irónicamente, tenían el mar a media jornada en la destartalada furgoneta de sus padres. Pero ya ven, con todo y más, jamás subieron a esa furgoneta ni a ninguna otra para darse un paseo por una playa. Y si preguntan el por qué, ya preguntan mucho y empezamos mal la cosa, pues preguntas parecidas se hacen ustedes cada noche pero no se atreven a contestar y quieren escuchar de otro la respuesta que demasiado bien conocen.
–Lo que pasa es que tú eres un marisabidillo –reprochó Lápiz–, con eso de que lees... crees que lo sabes todo. Pero que en los libros no digan nada sobre árboles en el mar no significa que no exista –concluyó Lápiz.
–¡Pero serás cazurro! ¡Que no existen! Don Salustiano dice...
–Don Salustiano dice lo que aprende en los libros.
–¡Te apuesto lo que quieras a que no hay árboles en el mar! ¡Lo que quieras! –se envalentonó Pluma
–¡Vale! ¡Tu bicicleta! – es que el pobre no tenía.
Y, así, aquello que empezó con una simple pregunta acabó con un reto en toda regla. No se trataba de una apuesta, de una bici en juego, ni de si realmente existían árboles en el mar; no, nada de eso. Todo eso era la excusa, el detonante, la chispa que necesitaban para aventurarse en la más arriesgada de las aventuras de sus vidas. Si son necios de tener en cuenta sus cortas edades, pensarán: “pues no es para tanto, yo de niño ya había...” Pero para esos chavales aquella aventura era lo más grande que jamás hicieron. Así que dejen al soso tiempo con sus vacíos años y quédense con los corazones y las ilusiones que en ellos habitaba, sea cual sea la edad o el tiempo.
Tenían que preparar muchas cosas y tan sólo disponían de un día. Se irían el sábado muy temprano, con el primer albor. Y lo que debían preparar era un trayecto a seguir y unos bocadillos para zampar. Los mismos necios de antes seguirán en su empeño de menospreciar tales magnitudes, y ya me están enfadando, así que si siguen ustedes así preferiría que dejaran de leer esta historia tan pequeña y vulgar, porque no van a entender nada de esto. Un bocadillo puede ser un mundo para un niño, no por ser niño, sino por lo que el bocadillo significa en sí; esto es: los víveres de una aventura. Y si un bocadillo es un mundo, un trayecto es un universo plagado de luminosos peligros al acecho.
Cuando esa tarde se fueron a sus respectivas casas a cenar, los dos pensaban y recordaban paso a paso esa conversación tan deseada y esperada que les llevaría por fin al mar. Las palabras son guías o luceros que nos conducen de una forma u otra a alcanzar o vivir aquello que soñamos. No sólo hablo de los libros, hablo de las palabras. Imagínense ustedes que tal es así que aunque exista el amor entre dos, si no se dicen dos pequeñas palabras nunca se alcanzará la nube o el cielo deseado, perdiéndose el amor en las brumas de la duda. Y tanta es la importancia de las palabras que ellas mismas ya se encargan a sus veces de trepar por la garganta y saltar al vacío del silencio ante la necesidad de romperlo en forma de susurro, lloros o gritos.
El silencio tiene sus momentos y las palabras el suyo, pero tan hermanos y amigos son que incluso hay palabras que no rompen el silencio, es más, hay palabras que sin el silencio nada significan y por el contrario, también existen mil silencios que dan significado a mil palabras.
Pero no poeticemos ni filosofemos ni enredemos, pues las palabras y el silencio no necesitan de mi mediocridad para su belleza.
Durante la cena, Pluma, más taciturno e introvertido comía a cucharadas lentas el estofado de carne y mientras masticaba, pensaba: “¿De verdad nos vamos al mar? ¿De verdad?”.
Y Lápiz, más abierto y dicharachero, con rápidos cortes al filete y pinchando eufórico con el tenedor, comía ávido no de hambre, sino de sueños por realizar, mientras con una sonrisa pensaba: “¡Nos vamos al mar! ¡Nos vamos!”
Se fueron a sus camas ante la extraña mirada de sus padres, pues no es lógico ni habitual en un niño irse a dormir sin ser ordenado. Pero Pluma y Lápiz quizás creyeron que cuanto antes se fueran a la cama, antes les llegaría la mañana; cosa que por otro lado es cierta, pues el sueño tiene la, no sé si buena, virtud de hacer más corta a la noche.
Pero cuando se acostaron, se taparon con la sábana dejando sólo la nariz y los ojos libres al frescor primaveral que siempre anuncia la llegada del verano, con la Luna nacieron también otros pensamientos. A Pluma la pálida luz reflejada en sus mejillas le trajo algunas dudas: “Seguro que al final mañana pasa algo y no podemos ir...” o también el famoso “¿Y si nos pillan...?”, total, trabas que la conciencia y responsabilidad, no debidas en un crío, le perturbaban o le servían de excusa...
Y a Lápiz, los dulces fulgores le trajeron planes: “Me levanto temprano y recupero el arco. Por la tarde cojo un chorizo de la despensa...” Mil proyectos que levantan vuelos ilusorios y fugaces en la imaginación aún fértil de un niño.
En fin, bien es cierto que los niños son como las estrellas; parecen todas iguales desde lejos, pero les arden por dentro diferentes pensamientos.
Así fue como con el primer albor de la mañana, la ilusión, cabalgando sobre una fresca brisa, acarició la mejilla de Lápiz y susurrándole al oído “¡Hay muchas cosas que preparar!” le despertó. Y Lápiz, no bien abiertos los ojos, de un salto se enfundó en sus pantalones y lanzándose por la barandilla de la maltrecha escalera aterrizó sobre la cocina y con los brazos abiertos dijo:
–¡Buenos días! –y su madre, que en camisón y somnolienta aún se deslizaba perezosa preparando el café, le miró y levantando una ceja correspondió no sin sospecha
–Buenos días, hijo...
Fue, no sé si buena, no sé si mala, la inquietud quien, enredada en la cortina, dudaba con suave balanceo en dejar pasar al sol, y en su temblor, provocaba destellos fugitivos que agolpándose en los párpados de Pluma, llamaba con irregulares golpes de luz a esa puerta tan grata a la imaginación infantil. Pluma despegó los párpados y viéndose ya libre del sueño, se frotó los ojos mientras en su cabeza se iban formando lentamente una frase. Finalmente, Pluma, con lentitud se incorporó y sentándose al borde de la cama a la espera de que llegaran desde no sé dónde las fuerzas, alzó los ojos y esa frase bajó a su garganta.
–Mañana nos vamos al mar...
Es muy posible que Pluma no creyera del todo en la realidad de tal frase, pero bien buena era esa frase para anidar en ella ese pequeño o, a veces, grande estímulo para salir de la cama y enfrentarse con el día. Pues eso es lo bello de la ilusión, que sea pequeña, mediana o grande, siempre nos sirve para afrontar el transcurso monótono de los días. Lo malo y desgraciado es no tener ni una minúscula ilusión para levantarse. Si alguna vez les falta esa ilusión que les sirve de estímulo, por favor, invéntense un viaje al mar, que no es bueno pasarse el día en la cama...
Pluma se puso en pie y abriendo de par en par la dubitativa cortina, dejó que el frescor matinal desentumeciera los músculos que el mismo ya se encargaba de estirar. Luego, algo más resuelto pero con calma, se vistió y atravesando el pasillo llegó a la cocina donde nadie había y nadie habría hasta la tarde, pues su madre trabajaba de volqueta en la mina y se iba de madrugada. Su padre tardaría mucho más, pues todavía no es conocido el camino que baja del cielo o la gruta que lleva hasta las entrañas de la montaña, pues es allí donde un día quedó y no regresó.
Mientras Pluma bebía su vaso de leche y masticaba tranquilo unas galletas, escuchó el correteo de alguien bajando la calle. Bien sabía él quien era y la razón de su temprana llegada, pero tal somos que preguntamos y nos sorprendemos sin motivos, así que en cuanto Lápiz abriendo de golpe la puerta gritó:
–¡Buenos días, marinero! –Pluma no pudo por más que decir
–¿Tan pronto llegas hoy?
–¡Claro! Hay cosas que hablar, ¡vamos! –y Pluma, apurando el vaso de leche, le siguió.
Era viernes, verano, un día claro, tenían que planear muchas cosas y esperaban cumplir un sueño, pero nada de esto les eximía de faltar al último día de escuela. De camino hablaron de sus planes.
–¿Qué has pensado para los víveres? –pues así son los niños, deseosos de usar palabras impropias y poco lógicas para sus edades cando por alguna causa o razón ven la ocasión propicia para demostrar su reciente adquisición lingüística.
–He pensado que podría coger un chorizo del almacén, mi madre no se enterará –contestó Lápiz.
–Sí, yo he pensado en birlar un queso que hace siglos que espera en la despensa... y quizás una hogaza de pan –contribuyó Pluma.
–Deberíamos hacernos con unas cantimploras y un poco de vino...
–¿Vino? –interrumpió Pluma– ¿Para qué quieres tu vino?
–Pues no sé... ¡Nunca nos dejan probarlo y debe estar muy rico cuando así se ríen cuando lo toman! –se defendió Lápiz.
–Vino... serás tonto…
Don Salustiano, ese profesor que lo sabía todo para Pluma y no sabía nada para Lápiz, llamó repetidas veces la atención de los chavales, y como suele pasar, siendo una de las mayores injusticias de la adolescencia, fue Pluma que, el pobre, atento y solícito, pero pillado en los momentos inadecuados, como recibiendo misivas en forma de “¿Y fruta?” o “¡hay que buscar unos bastones!”, era alcanzado justo por las miradas del profesor y sus certeros tizazos en los momentos en que regañaba a Lápiz para que le dejara en paz.
En el recreo, primero con un puñetazo en el hombro, luego con un insulto y, por último, suplicando, Pluma consiguió que Lápiz se comportara durante las dos últimas horas de clase. Pero en ese tiempo fue a Pluma a quien le asaltó una pregunta y no pudo contenerse. Escribiendo en un papelillo “¿tienes una brújula?”, a la hora de lanzárselo a Lápiz recibió un reglazo en toda regla...
–¡Ya está bien, señor mío! –y lo justo hubiera sido que Don Salustiano pillara a Lápiz en la recepción, pues, aunque paradójico, hay injusticias que se hacen justas con otra injusticia; pero no, como bien sabemos todos hay personas que nacen con flores en sitios insospechados o, dicho de otro modo, con suerte. Y ese era Lápiz, que en ese momento se desternillaba de risa. Don Salustiano, cogiendo a Pluma por la oreja le recordó su lema:
–Quien atiende, entiende. Quien entiende, aprende. Y quien aprende, sabe – y diciendo esta especie de trabalenguas le llevó a la puerta de clase. Luego, tras dejar a Pluma y a lo que quedaba de su oreja fuera del aula, le dijo – ¡y usted no quiere saber nada! –cerrando de golpe la puerta.
Pluma se pasó la media hora restante de escuela sentado en el suelo y pensando en cómo conseguir una brújula.
Cuando sonó la campana de final de clase, Pluma esperó, pues sabía que le tocaba sermón. Al salir Lápiz le tiró una patada que hábilmente esquivó mientras decía:
–¡Te espero fuera!
Y luego vino Don Salustiano.
–Hijo, me ha decepcionado. Siempre se ha comportado adecuadamente y se lo he tenido en cuenta a la hora de examinarle. Sí, porque sus notas han bajado mucho desde... –y sin querer llegar a esas palabras, llegó. Pero como ya dijimos, sustituyó con un significativo silencio la frase “desde la muerte de tu padre”. Y Pluma escuchó esas palabras en su mente aún sin ser pronunciadas. Le rabiaban tales maneras. Su padre había muerto por muchos silencios o evasivas. No se elude al recuerdo con la sutileza de un silencio o con un educado vacío; es más, se reviven tales recuerdos con una fuerza renovada cuando queriendo desviar las palabras o la mirada, tropieza de bruces con la embarazosa torpeza de uno y el escondido dolor de otro. Si don Salustiano hubiera dicho de forma sencilla y natural esas palabras tabú, Pluma no habría reaccionado como lo hizo.
–...Desde que murió mi padre –dijo mirando con reproche al maestro.
–No quería decir eso, hijo...
–Sí quería. No mienta. Todos los mayores hacen lo mismo, en cuanto hago algo mal dicen la misma frasecita. No tienen ni idea. Hace ya un año de la muerte de mi padre y parece que sean ustedes quienes no me dejan superarlo. Dejen a mi padre en paz y si tienen que regañarme, háganlo, ¡pero dejen a mi padre en paz!
–No consiento que me hable así, jovencito. Tus modos y el comportamiento de hoy merecen un castigo. Me traerá usted a primera hora de mañana, sin falta.... –y a Pluma se le cayó el alma a los pies ante la irrefutable frase “mañana, sin falta...” que se le entrelazó con la previamente almacenada “¡Ya sabía yo que algo pasaría!" –una redacción –continuó Don Salustiano –sobre el mar–. En ese momento el rostro de Pluma se transformó ante la idea de que ...
–¿El mar? –preguntó Pluma enrojeciendo ante la traviesa casualidad que le hizo temer sobre el secretismo de sus planes.
–Sí, el mar –respondió firme don Salustiano.
–¿Y por qué el mar? –se atrevió a preguntar pluma.
–Porque lo digo yo –sentenció don Salustiano como suelen hacer los mayores ante la impotente ignorancia de los niños. Pero lo que no imaginaba Pluma fue que “el Salus”, pues así le llamaban, eligió el mar porque sabía del interés de él sobre esas azules magnitudes, y bueno como lo era en el fondo, el Salus quiso, sabiamente, hacer cumplir un castigo pero de una forma educativa.
–¡Se ha ido todo a la porra! –le increpó a Lápiz en cuanto le vio.
–¿Por qué? –preguntó alarmado este.
–Porque me ha castigado a llevarle el sábado a las ocho una redacción...
–¡No fastidies!
–Y creo que se huele algo...
–No seas tonto, ¡qué va ese a oler nada!
–Pues mira tú que casualidad que la redacción es sobre el mar...
–Mmm, vaya... –se quedó pensativo Lápiz. Se fueron caminando silenciosos y cada uno buscando soluciones y posibles aplazamientos...
–Espera un momento... –se frenó Lápiz.
–¿Qué pasa?
–¿Qué te dijo exactamente del castigo?
–Pues que le tendría que llevar mañana a las ocho una redacción sobre el mar, ya te lo he dicho...
–¿No te dijo nada más? ¿Sobre si tenías que quedarte o algo?
–Pues... no, la verdad, nada más –lo pensó Pluma.
–¡Pues ya está! Mañana antes de irnos le dejas por debajo de la puerta de la escuela la redacción y chim pun!
–Pero... – quedó pensativo Pluma. Y a punto estuvo de decir: “Y si lo dejamos para el próximo fin de semana...”, pero se calló, sabía que no había aplazamiento posible. Quería ver el mar y éste era el momento. Cualquier otro día el mar podría evaporarse, eso era muy cierto–. Está bien. Eso haremos –le confirmó cuando llegaron a su solitaria casa.
Entraron los dos y merendaron sendos tazones de leche con barcos de bizcochos, bromas no faltaron. Ilusiones sobraron. Planearon todo: ultimaron el complejo asunto de los víveres, como les gustaba decir. Descartaron viandas y añadieron necesidades. Pensaron igualmente en el equipaje, mínimo, compacto, imprescindible; esas fueron sus reglas. Esto es, una muda, una manta y poco más. Resolvieron con imaginativa solvencia el escabroso asunto de los cayados (cogerían dos palos, de esos largos que usaba don Justo para sus pajareras) y no atinaron a solucionar el peligroso tema de la brújula. No había brújula por ningún lado. ¿Era necesario? “Psss” fue la respuesta de Lápiz, un “no sé, no sé...” fue la de Pluma.
Se emplazaron en casa de Pluma de madrugada, debían pasar mínimo cinco minutos de las cinco de la madrugada antes de la llegada de Lápiz, había que dar tiempo a que la madre de Pluma marchara a la mina.
Sería relativamente sencillo describir lo que ambos chavales vivieron, sintieron y encontraron durante esas horas previas a la gran aventura, a esa mágica escapada, a esa dulce evasión..., pero no lo haré. Me gustaría que fueran ustedes quien lo imaginaran, que se olvidaran durante unos segundos esas arrugas tan feas que ya tienen, esas canas que ya empiezan a asomar, y esa absoluta falta de niñez, inmadurez que les perjudica tanto a la hora de ilusionarse por las cosas sencillas. Olviden todos esos defectos propios de la edad y retrocedan, más aún, y retomen esos corazones que tenían siendo niños, cuando el simple hecho de ir a la plaza con su padre era la ilusión de la semana, o cuando acompañaban a sus padres a la ciudad de compras y la felicidad la arrastraban durante un mes, o cuando fueron por primera vez de pesca o caza con su padre y aún hoy no olvidan. En fin, intenten recordar esos días de los que tan sólo les quedan pequeños matices y colores que de vez en cuando les hacen sonreír cuando charlan con sus amigos y nunca les llegan cuando andan tristes y solitarios. Ese es el corazón que debe reinar y es al que llamo ahora para que les ayude a comprender a nuestros protagonistas. Y para aquellos que ya les es imposible regresar a los años verdes, yo les echaré una mano: Imagínense con quince años, con una vida que no escapa de un pequeño pueblo de montaña y su transcurso va de la escuela a la plaza y de la plaza a su cama. Y es en la cama donde únicamente, con ojos cerrados o abiertos, soñando despierto o soñando dormido cuando consiguen viajar a lejanos lugares: a calurosos desiertos, a los altos montes nevados, a azules mares con olas, espumas, peces, barcos y, quién sabe... ¿árboles?
Y ahora imagínense que despiertan y que el azar, la vida, un dios, un ángel o un amigo te reta a cumplir un sueño al que marcharas siendo niño y del que regresaras siendo un adulto, con más o menos años, con más o menos experiencia, pero dos pequeños hombres que volverán pletóricos con el mar iluminando sus ojos y su corazón henchido sabiéndose privilegiados por haber cumplido un sueño.
Y si no han logrado ver tal visión, quizás es que nacieron ya con esas feas arrugas.
No diremos que durmieron porque, como comprenderán, las emociones que se suponen a lo arriba descrito impidieron a los chicos pegar ojo. Lápiz, después de situar adecuadamente en su mente todos los planos, comidas, bebidas, palos, arcos y demás, viendo que no se dormía se auto-indujo el sueño con todo tipo de trucos: contando ovejas, rezando, pensando en cosas agradables... pero perdiendo la paciencia término repitiendo un “¡Duérmete! ¡Duérmete!” tan arisco que no entiendo como el sueño se atrevió a desobedecer. Pero claro, al final siempre hay un último “¡Duérmete jolín!” que te hace caso justo cinco minutos antes de sonar el despertador.
Pluma, tras realizar más o menos los mismos preparativos y planificar más o menos las mismas cosas, intentó la llamada del sueño con un método que le solía resultar infalible. Abriendo el libro de matemáticas comenzó a leer la introducción, esa introducción que tienen todos los libros de matemáticas y que nadie se lee o nadie termina de leer, como era el caso de Pluma, que unas cien veces lo había intentado, pero siempre se dormía en esa frase que dice: “Así pues, en nuestro estudio básico y fundamental de las matemáticas como subconjunto o subgénero de la lógica aplicada, resultara apropiado que se enfa...zzzz” Pero claro, para todo hay una primera vez, y esa fue la primera vez que Pluma se leyó enterito el prólogo. En una mezcla de perplejidad y asombro nuestro buscador de sueños no cejó en su empeño y creyendo aún en las propiedades somnolientas de las matemáticas comenzó a leer el primer capítulo. Cuando una pequeña variable de una sencilla ecuación traía como exponente al sueño, saltó como resultado de un despeje una brújula: “¡Brújula! ¡Qué haremos sin brújula!” y así, una y otra vez, en forma de suma, de equis o incógnita, el sueño tuvo a bien a aparecer, pero fue la brújula la que siempre terminaba apareciendo en el resultado. Pluma consiguió dos cosas esa noche, dormirse y aprender a resolver ecuaciones de una variable.
(Continuará....)
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