No sé si fue un grito, un gemido, un suspiro o la muerte
que llegaba silenciosa. No, no sé por qué razón sentí la necesidad de entrar en
aquél oscuro callejón. Porque buscaba una salida. Porque buscaba peligro.
Porque buscaba hacerme daño, arriesgar algo, sentir, esperar… Porque quería
morir o, al menos, estar cerca de la muerte. Y la muerte rondaba por aquél
callejón. Bien lo sabía.
Había llovido
hacía algunas horas, las misma que llevaba vagando por las calles que los
turistas evitan. El suelo sucio e irregular creaba pequeños charcos y yo miraba
el reflejo de las luces de neón que ondulaban en ellos. Miraba los edificios en
ellos. Miraba a las putas y vagabundos en ellos. Quería ver una realidad
deformada, turbia, sucia… No me bastaba con aquellas calles olvidadas, no,
quería exagerar la miseria. Quería martirizar la tristeza que sentía. Y así,
con la mirada agachada, clavaba mis ojos en el suelo y turnaba mi futuro entre
los adoquines grises y los charcos con sus reflejos sucios de parajes sórdidos.
Metía mis manos
en los bolsillos de mi gabardina de mil pavos. Cubría mi cabeza con un sombrero
de 200 y manchaba mis zapatos italianos cuando algún reflejo era demasiado
claro. Sí, vestía mi fortuna y la arrastraba por el barrio de las putas y
yonkis, barriadas de asesinos y víctimas, extrarradios olvidados, periferias
sociales… Y en ningún momento me pregunté qué hacía allí. No lo sabía, quizás
sí, no lo sé. Sólo quería caminar o más bien, vagar como alma en pena, pobre
desgraciado que tenía de todo y no tenía nada. Estúpido rumiador de miserias
que ya querrían algunos.
Sólo aquél ruido
llamó mi atención. Ni los susurros de los revólveres ocultos ni las propuestas
de las putas. Sólo un ruido que no supe interpretar. Un grito, un gemido o la
muerte que esa noche salió a pasear. Me detuve. Observé el callejón, era más
oscuro que mi alma y, al principio, no vi nada. Un tren pasó y su estela trajo
vida a algunos periódicos viejos y amontonados. El traqueteo metálico y rítmico
creó ondulaciones en un gran charco que se había formado en un lateral, pegando
a la acera y venciendo a la alcantarilla. Fue entonces cuando lo vi. Un bulto
negro junto a unos cubos de basura. Únicamente una farola típica, de esas
viejas de luz amarilla que sólo sirven para saber que hay farola, no para
iluminar, desparramaba su destello sobre
los adoquines húmedos y el agua apresada por el bordillo de la acera. Al
principió creí que el bulto era un montón de mierda derramada por algún niñato
o vagabundo. Pero la inútil farola, el oportuno tren, sus vibraciones y la
lluvia con su charco se las ingeniaron para que encontrara aquella mano. Una
mano vieja y sucia que temblaba sus dedos sobre los temblores del charco.