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viernes, 18 de octubre de 2013

Piaccienccio o El Sueño que No LLega

      La verdad, para qué mentir, empezar engañando en un cuento es algo que no debe hacerse, así que seamos sinceros. Nuestro pueblo, además de pobre, era terriblemente feo. Sí, no era uno de esos pueblos de leyenda, rodeados de inmensos prados de brillante verdor, adornados con eternos bosques más altos que el sol y donde las flores silvestres rojas, amarillas y violetas bebían dulcemente a lo largo de un cristalino río que cruzaba un armonioso pueblecito blanco... No, nada de eso. Las únicas flores que existían, o mejor dicho, persistían, en nuestro pueblo eran los geranios secos de Doña Fiorenccina. La armoniosa construcción consistía en el apiñamiento masivo de casas de mil colores difusos parcheadas con todo tipo de materiales y sin diferenciación a penas entre casa y casa, hasta tal punto que no eran extrañas las peleas a las tres de la madrugada porque Don Marcelo y su mujer, Doña Rigobertta —la regordeta, para el resto del pueblo— se quejaban de los escandalosos ronquidos de Don Albertino que vivía cuatro casas más allá.
      No hablemos de los prados verdes y frondosos porque simplemente, me ponen ustedes en un aprieto... Si es necesario para un cuento tener prados verdes, daremos ese calificativo a alguna extensión medio verde, medio marrón, pues tanto ese como el resto de prados estaban devastados por la continua, singular e inagotable estampida de... ovejas de Don Liborio Armeneto. Nadie sabía qué las daba éste a sus ovejas locas, pero no paraban de correr en todo el santo día y parte de la noche.
      ¿Bosques? Cada vez me lo ponen más difícil. Pero bueno, siendo el autor de esta historia algo benévolo, accederemos a dar ese título a una agrupación de unos diez pinos retorcidos, casi secos que rezaban por no llegar al siguiente invierno y que, de forma inexplicable para los habitantes de nuestro pueblo, cada vez estaban más lejos, como si los pinos pudieran andar...
Es comprensible que a ustedes se les hayan pasado las ganas de leer este cuento, es lógico, con tales insulsos ingredientes, yo mismo veo complicada mi misión. Pero rescataremos de Santa Dona di Piave, que así se llamaba nuestro pueblo, su pequeño río... riachuelo. Porque sí, tenía uno, y aunque muy pequeño y con poco ruido, llevaba agua. Tampoco muy cristalina, pero, la verdad, en comparación con el cuadro que hemos pintado, es merecido resaltarlo e incluso decirlo bonito, porque si no, poco podríamos sacar de él, por sacar no se sacaban ni peces de colores. Los Piavenses se consolaban con la leyenda de una supuesta aparición de la Dona en ese río para poder explicar su inexistente pesca: “Es tan puro que ni los peces se atreven a nadar por él”, decían los Piavenses. Y era cierto. Nunca nadie se le vio pescar nada; y pescador había, uno siempre, pero nada en su vida sacó... Claro, hasta esta historia, que es lo que nos traemos entre manos. Bueno, más o menos...