No
hablemos de los prados verdes y frondosos porque simplemente, me ponen ustedes
en un aprieto... Si es necesario para un cuento tener prados verdes, daremos
ese calificativo a alguna extensión medio verde, medio marrón, pues tanto ese
como el resto de prados estaban
devastados por la continua, singular e inagotable estampida de... ovejas de Don
Liborio Armeneto. Nadie sabía qué las daba éste a sus ovejas locas, pero no
paraban de correr en todo el santo día y parte de la noche.
¿Bosques?
Cada vez me lo ponen más difícil. Pero bueno, siendo el autor de esta historia
algo benévolo, accederemos a dar ese título a una agrupación de unos diez pinos
retorcidos, casi secos que rezaban por no llegar al siguiente invierno y que,
de forma inexplicable para los habitantes de nuestro pueblo, cada vez estaban
más lejos, como si los pinos pudieran andar...
Es comprensible que a ustedes se les hayan
pasado las ganas de leer este cuento, es lógico, con tales insulsos
ingredientes, yo mismo veo complicada mi misión. Pero rescataremos de Santa
Dona di Piave, que así se llamaba nuestro pueblo, su pequeño río... riachuelo.
Porque sí, tenía uno, y aunque muy pequeño y con poco ruido, llevaba agua.
Tampoco muy cristalina, pero, la verdad, en comparación con el cuadro que hemos
pintado, es merecido resaltarlo e incluso decirlo bonito, porque si no, poco podríamos sacar de él, por sacar no se
sacaban ni peces de colores. Los Piavenses se consolaban con la leyenda de una
supuesta aparición de la Dona en ese río para poder explicar su inexistente
pesca: “Es tan puro que ni los peces se
atreven a nadar por él”, decían los Piavenses. Y era cierto. Nunca nadie se
le vio pescar nada; y pescador había, uno siempre, pero nada en su vida sacó...
Claro, hasta esta historia, que es lo que nos traemos entre manos. Bueno, más o
menos...