He visto un
millar de veces un millón de millones de estrellas. En noches cerradas en
montes perdidos, cuando las lunas renuncian a su brillo, con farolas tan
lejanas que ni luciérnagas parecen. Te sientas en una roca, te tumbas en el
prado o permaneces de pie, con tu mirada a lo alto buscando la polar,
descifrando Casiopea, señalando a tu hijo una fugaz que ya pasó trayendo su
disgusto, sonriendo sin saber realmente por qué a ese millón de millones de
estrellas y susurrando… No me acostumbro.
Y ahora,
con este café y estas palabras, pienso: Joder, no me quiero acostumbrar. Joder,
no te acostumbres. A nada.
No te
acostumbres a la tristeza de tus mañanas. A ese “otro día más”, porque si así
lo hicieras, pasarán “fugaces” que te perderás. Si te acostumbras, tus días empezarán
siempre igual y no creo que eso te guste. Abre la ventana, que entre la luz,
que te moleste el resplandor, mírate al espejo y sonríe. Sí, hazlo. Y si no
tienes ganas, te jodes, hazlo. Fuerza a tu espíritu a ser feliz, que nadie te
lo va a regalar. Sonríe, mira tu estúpido rostro y piensa en lo estúpido que
pareces… verás cómo entonces sí que te ríes. No te acostumbres a la tristeza,
maldita sea, no lo hagas porque el día que de verdad quieras estar triste,
porque a veces queremos estarlo, tu tristeza será una más. No puede ser, joder,
no te acostumbres, sonríe hasta que llegue el día que quieras romperte el pecho
a base de gemidos. Sonríe hasta que llegue el día que un simple abrazo te parta
en dos y te hundas en un profundo abismo.
Es muy
sencillo. Si cada día desciendes un paso a ese abismo, nadie lo verá. Cambiarás
sutilmente un tiempo verbal y entonces… entonces ya será tarde.
No te
acostumbres a las sonrisas de los niños. Ni las de ella. Ni a las de él. A las
de nadie, coño, es como acostumbrarse a ver ese millón de millones de
estrellas, como acostumbrarse a un atardecer. Es de idiotas acostumbrarse a una
sonrisa, eso te pasas porque miramos sin ver. ¡Ciegos! ¿Imaginas cuantos
músculos usamos para sonreír? Más de 15, y no he contado los de los ojos,
tampoco conté los del alma. ¿Qué endemoniada corriente eléctrica pasa por esa
persona que sonríe? Qué simple lo vemos todo ya, vemos cien supernovas cada día
pero… nos hemos acostumbrado. Acostumbrarse a una sonrisa es la mayor necedad
del ser humano. No podemos ser cirujanos insensibles y mecánicos que rajan un
cuerpo sedado para salvar una vida. La sonrisa, idiota, la sonrisa es la vida,
¿qué haces acostumbrándote a ver sonrisas sin inmutarte? Deberíamos coleccionar
sonrisas de niños, enmarcarlas, intercambiarlas si fuéramos capaces de desprendernos
de alguna. Tejer nuestras grises vestiduras con esas sonrisas. Iluminar
nuestros estandarizados hogares Ikeanianos con sonrisas. -¿Cuánto gastas? -3 millones de sonrisas al mes, dos millones son de mis
hijos, el resto son de ella... Que se jodan las eléctricas.
Es muy
sencillo. Si te acostumbras, cambiarás un tiempo verbal y en este caso, amigo
mío, tan oscura se volverá tu hogar que te saldrá muy cara la factura.
No te
acostumbres al café. Ni a un paseo. Ni a él. Ni a ella. Esfuérzate si hace
falta si ya no sientes un roce accidental. Si ya no cuentas los azucarillos. Si
no os cogéis de la mano. Si das besos automáticos. ¡Imbécil! ¿Besos
automáticos? ¿En serio? ¿Has leído esto y ni lo has pensado? Besos automáticos…
Que tu próximo beso dure más de 10 segundos, mira, a ese mínimo podrías
acostumbrarte. Pero piénsalo… Besos automáticos… Cuantos damos ya. ¿Recuerdas
cuando la mirabas aquella tarde y suspirabas por uno? ¿Dónde quedó ese anhelo? Quedó
en el tiempo verbal que ha cambiado durante estos años sin que tú te dieras
cuenta. Porque hubo una noche que te fuiste a la cama y dijiste “Hasta mañana
nena” creyendo que ella siempre seguiría allí. Y por ahora se ha cumplido, pero
créeme, un día no será así. No estará. Se habrá ido, con la muerte, con otro,
no lo sé, y entonces todos esos besos automáticos se te caerán encima y te
aplastaran con tal fuerza que no podrás respirar, será entonces cuando
necesitarás un día de los que te hablé antes, un día triste de verdad. Te has acostumbrado
a tantas cosas que no debiste: a verla pasear arrastrando los pies por las
hojas, a quedarse dormida a tu lado… ¿De verdad puede uno acostumbrarse a ver
dormir a alguien? ¿A la chica que te enamoró? ¿A un niño? ¿Al abuelo? Quédate
mirando un segundo, averiguarás los millones de millones de estrellas, digo, de
dibujos que tiene tu sonrisa.
No, no te
acostumbres, aprovecha esos instantes, alárgalos, hazlos tuyos, impide que
cambie ese maldito tiempo verbal que aún no has entendido.
Sí amigo,
porque la costumbre es eso que torna el ESTAR en SER. Si te acostumbras a Estar
triste te convertirás en un triste, un ser tan aburrido y patético que ni las
canciones de Sinatra conseguirán esbozar una mínima expresión. Llena el mundo
de tristes y acabaremos con la música, y con el cine, y aunque sobreviva la
primavera, a pesar del empalago de mi admirado Bécquer, sí, hasta con la Poesía
acabaríamos. No mandemos espías, mejor llenemos de tristes las filas del
enemigo. Ni guerra fría ni leches, ni balas ni ostias ni morteros ni trincheras
ni chalecos bombas, con nuestras resplandecientes sonrisas les dejaremos
aturdidos, más bien gilipollas.
La
costumbre es la maldita alquimia que reescribe el tiempo verbal que no
queremos. Porque queremos estar enamorados, no ser enamorados. A mí me dices
eso y recuerdo aquello de “no es verdad ángel de amor, que en esta apartada
orilla…” Y eso joder, hasta a Bécquer le chirría. Yo me quedo con un transgresor
Othelo, de gabardina, lluvia y esperando en una oscura esquina; de botella de wiski
a palo seco; de beber por beber; de querer recordar para hacernos daño; de
llorar, porque nosotros, joder, claro que también lloramos; en definitiva, soy
de esos que aunque les gusta estar solo, no se acostumbrarán jamás a estarlo. Soy
algo de Othelo disimulando, un poco del Perro del Hortelano a veces, Hamlet por
las noches delirando, Sófocles cuando estás triste, Holmes rumiando tus
tristezas, ese niño que no ve las fugaces que le señala su padre, soy el padre
que señala el cielo cuando cruza una de tus sonrisas. Soy el mismo que ha visto
un millón de millones de estrellas, y en noches si luna, se sienta en la hierba
taciturno y contemplando el universo, susurra: “No me acostumbro a tenerte,
nena, no me acostumbro”.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario