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lunes, 7 de diciembre de 2015

No Me Acostumbro

He visto un millar de veces un millón de millones de estrellas. En noches cerradas en montes perdidos, cuando las lunas renuncian a su brillo, con farolas tan lejanas que ni luciérnagas parecen. Te sientas en una roca, te tumbas en el prado o permaneces de pie, con tu mirada a lo alto buscando la polar, descifrando Casiopea, señalando a tu hijo una fugaz que ya pasó trayendo su disgusto, sonriendo sin saber realmente por qué a ese millón de millones de estrellas y susurrando… No me acostumbro.

Y ahora, con este café y estas palabras, pienso: Joder, no me quiero acostumbrar. Joder, no te acostumbres. A nada.

No te acostumbres a la tristeza de tus mañanas. A ese “otro día más”, porque si así lo hicieras, pasarán “fugaces” que te perderás. Si te acostumbras, tus días empezarán siempre igual y no creo que eso te guste. Abre la ventana, que entre la luz, que te moleste el resplandor, mírate al espejo y sonríe. Sí, hazlo. Y si no tienes ganas, te jodes, hazlo. Fuerza a tu espíritu a ser feliz, que nadie te lo va a regalar. Sonríe, mira tu estúpido rostro y piensa en lo estúpido que pareces… verás cómo entonces sí que te ríes. No te acostumbres a la tristeza, maldita sea, no lo hagas porque el día que de verdad quieras estar triste, porque a veces queremos estarlo, tu tristeza será una más. No puede ser, joder, no te acostumbres, sonríe hasta que llegue el día que quieras romperte el pecho a base de gemidos. Sonríe hasta que llegue el día que un simple abrazo te parta en dos y te hundas en un profundo abismo.

Es muy sencillo. Si cada día desciendes un paso a ese abismo, nadie lo verá. Cambiarás sutilmente un tiempo verbal y entonces… entonces ya será tarde.

No te acostumbres a las sonrisas de los niños. Ni las de ella. Ni a las de él. A las de nadie, coño, es como acostumbrarse a ver ese millón de millones de estrellas, como acostumbrarse a un atardecer. Es de idiotas acostumbrarse a una sonrisa, eso te pasas porque miramos sin ver. ¡Ciegos! ¿Imaginas cuantos músculos usamos para sonreír? Más de 15, y no he contado los de los ojos, tampoco conté los del alma. ¿Qué endemoniada corriente eléctrica pasa por esa persona que sonríe? Qué simple lo vemos todo ya, vemos cien supernovas cada día pero… nos hemos acostumbrado. Acostumbrarse a una sonrisa es la mayor necedad del ser humano. No podemos ser cirujanos insensibles y mecánicos que rajan un cuerpo sedado para salvar una vida. La sonrisa, idiota, la sonrisa es la vida, ¿qué haces acostumbrándote a ver sonrisas sin inmutarte? Deberíamos coleccionar sonrisas de niños, enmarcarlas, intercambiarlas si fuéramos capaces de desprendernos de alguna. Tejer nuestras grises vestiduras con esas sonrisas. Iluminar nuestros estandarizados hogares Ikeanianos con sonrisas. -¿Cuánto gastas? -3 millones de sonrisas al mes, dos millones son de mis hijos, el resto son de ella... Que se jodan las eléctricas.

Es muy sencillo. Si te acostumbras, cambiarás un tiempo verbal y en este caso, amigo mío, tan oscura se volverá tu hogar que te saldrá muy cara la factura.

No te acostumbres al café. Ni a un paseo. Ni a él. Ni a ella. Esfuérzate si hace falta si ya no sientes un roce accidental. Si ya no cuentas los azucarillos. Si no os cogéis de la mano. Si das besos automáticos. ¡Imbécil! ¿Besos automáticos? ¿En serio? ¿Has leído esto y ni lo has pensado? Besos automáticos… Que tu próximo beso dure más de 10 segundos, mira, a ese mínimo podrías acostumbrarte. Pero piénsalo… Besos automáticos… Cuantos damos ya. ¿Recuerdas cuando la mirabas aquella tarde y suspirabas por uno? ¿Dónde quedó ese anhelo? Quedó en el tiempo verbal que ha cambiado durante estos años sin que tú te dieras cuenta. Porque hubo una noche que te fuiste a la cama y dijiste “Hasta mañana nena” creyendo que ella siempre seguiría allí. Y por ahora se ha cumplido, pero créeme, un día no será así. No estará. Se habrá ido, con la muerte, con otro, no lo sé, y entonces todos esos besos automáticos se te caerán encima y te aplastaran con tal fuerza que no podrás respirar, será entonces cuando necesitarás un día de los que te hablé antes, un día triste de verdad. Te has acostumbrado a tantas cosas que no debiste: a verla pasear arrastrando los pies por las hojas, a quedarse dormida a tu lado… ¿De verdad puede uno acostumbrarse a ver dormir a alguien? ¿A la chica que te enamoró? ¿A un niño? ¿Al abuelo? Quédate mirando un segundo, averiguarás los millones de millones de estrellas, digo, de dibujos que tiene tu sonrisa.

No, no te acostumbres, aprovecha esos instantes, alárgalos, hazlos tuyos, impide que cambie ese maldito tiempo verbal que aún no has entendido.

Sí amigo, porque la costumbre es eso que torna el ESTAR en SER. Si te acostumbras a Estar triste te convertirás en un triste, un ser tan aburrido y patético que ni las canciones de Sinatra conseguirán esbozar una mínima expresión. Llena el mundo de tristes y acabaremos con la música, y con el cine, y aunque sobreviva la primavera, a pesar del empalago de mi admirado Bécquer, sí, hasta con la Poesía acabaríamos. No mandemos espías, mejor llenemos de tristes las filas del enemigo. Ni guerra fría ni leches, ni balas ni ostias ni morteros ni trincheras ni chalecos bombas, con nuestras resplandecientes sonrisas les dejaremos aturdidos, más bien gilipollas.

La costumbre es la maldita alquimia que reescribe el tiempo verbal que no queremos. Porque queremos estar enamorados, no ser enamorados. A mí me dices eso y recuerdo aquello de “no es verdad ángel de amor, que en esta apartada orilla…” Y eso joder, hasta a Bécquer le chirría. Yo me quedo con un transgresor Othelo, de gabardina, lluvia y esperando en una oscura esquina; de botella de wiski a palo seco; de beber por beber; de querer recordar para hacernos daño; de llorar, porque nosotros, joder, claro que también lloramos; en definitiva, soy de esos que aunque les gusta estar solo, no se acostumbrarán jamás a estarlo. Soy algo de Othelo disimulando, un poco del Perro del Hortelano a veces, Hamlet por las noches delirando, Sófocles cuando estás triste, Holmes rumiando tus tristezas, ese niño que no ve las fugaces que le señala su padre, soy el padre que señala el cielo cuando cruza una de tus sonrisas. Soy el mismo que ha visto un millón de millones de estrellas, y en noches si luna, se sienta en la hierba taciturno y contemplando el universo, susurra: “No me acostumbro a tenerte, nena, no me acostumbro”.
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